Teatro peruano en el tiempo del miedo – Estética, historia y violencia (1980 – 2000)
Autor, Carlos Vargas Salgado.
Hoy se celebra el día internacional del teatro y por ello queremos compartir un extracto de un libro en torno al teatro de la violencia política en nuestro país que hace poco acabamos de publicar “Teatro peruano en el tiempo del miedo – Estética, historia y violencia (1980 – 2000)” de Carlos Vargas Salgado especialista de teatro peruano.
Según Zevallos, la descripción de la muerte ritual en el cuento a través de una danza, sirve a Arguedas para demostrar a sus lectores la existencia actual y vital de una cultura indígena autónoma con sus propias formas de reproducción socio-cultural (134). Por eso, en Rasu Ñiti, Arguedas explica, en tono etnográfico, el proceso cultural que está operando frente a los ojos del lector:
El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas. (La agonía de Rasu Ñiti, 25)
La función que otorga Arguedas a la danza es la de archivo de una memoria cultural y un recurso para su reconstrucción. Desde este punto de vista, el cuento arguediano se articula bien con la búsqueda ritual emprendida por un espectáculo como el de Barricada. La idea de la danza, como parte del ritual que conserva la memoria, y la trasmite de generación en generación, parece obedecer a un mismo patrón cultural. De esa manera, es posible vincular algunas reflexiones sobre la danza en los Andes y los debates sobre la resistencia y la recuperación de la memoria cultural en el mundo andino actual.
La presencia de la danza como leitmotiv, tanto en el cuento de Arguedas como en la obra de Barricada, puede ser un buen ejemplo de las formas que los sujetos colonizados han creado para perpetuar su propia memoria, lo mismo que significa su propia identidad[1]. Mignolo (The Darker Side) ha recordado cómo la colonialidad en América Latina ha sobrevivido a pesar de las declaraciones de Independencia de principios del siglo XIX. Mignolo ha puesto en debate la forma en que muchas de las culturas precolombinas de América Latina continuaron desarrollando formas de resistencia y de recuperación de su memoria, por vía de artefactos culturales inusuales. Uno de esos aspectos singulares está en el valor comunitario y social que el poblador andino otorga a la danza.
En consecuencia, además de ver en la danza una notación de evoluciones del cuerpo, ritmadas y pautadas, como una secuencia de acciones codificadas previamente, también estamos viendo en ella un recurso de memoria, un artefacto de reconciliación comunitaria e individual con la propia identidad. A pesar de la injusticia y la opresión, la danza como recurso de cohesión social ha logrado permanecer allí durante cientos de años. Durante todo ese tiempo, los pobladores andinos han encontrado estrategias para mantener la danza como un ejercicio de memoria cultural a través de una memoria corporal. Podemos decir que el Perú es un país que baila, porque la riqueza de las danzas peruanas es asombrosa, y la danza mantiene vínculos perceptibles entre las personas, no importa el idioma, origen étnico o la ideología. Como anotó con intuición magistral Antonio Cornejo Polar en Escribir en el aire, en el Perú “la Historia se danza”.
Por ello, una recuperación de la memoria a través del cuerpo supone un ejercicio que vectoriza los reclamos por un trato humanitario, justo, y las búsquedas por la preservación de una diferencia cultural, a pesar de que su estructura asemeje un rito[2]. En la base de esta memoria que se rehace, como en Voz de tierra que llama, podemos apreciar en toda su magnitud la presencia inquebrantable de la corporalidad andina. El cuerpo como hecho concreto en que se inscriben todos los derechos abstractos. El cuerpo como continuidad de una historia larga, que puede conectarse hasta antes del proceso de la colonización americana. Puesto que el cuerpo no es un signo verbal, ni una atribución legal, sino la base en que se concretan las expectativas de una sociedad justa, abierta y solidaria. Ese sentido de la materialidad, de la concreción, nos ayuda a salir de las trampas de la representación.
Así, cuando en Voz de tierra que llama, la mujer, la wawacha, la mamacha y el wamani, todos están agrupados alrededor de una sola danza; y en el nivel de la performance, cuando la historia nos es contada por una actriz que esencialmente baila, gira permanentemente frente al espectador, la propuesta de una recuperación de la memoria de la violencia política, y el reclamo de una justicia debida para los desplazados, que es evidente, es también armonizada, concordada, con los fundamentos del pensamiento andino, de forma entrópica, en numerosas capas de sentido, lo que hace de este trabajo teatral un acontecimiento extraordinario, complejo, poderoso.
[1] Obviamente, una entrada en el debate poscolonial es, como Spivak (2003) ha señalado, un ejercicio para conocer otras formas de definir la identidad. En ese sentido, me gustaría subrayar que el término identidad se puede usar desde un punto de vista estratégico para discutir la intervención de las culturas colonizadas en un debate dominado por la cultura occidental.
[2] Para una discusión sobre diferencias y similitudes entre teatro y ritual ver Göran Sonesson (“El lugar del rito en la semiótica del espectáculo”, Heterogénesis, 1999)