LA PICUDA
Yero Chuquicaña Saldaña, Ilo (1990)
¡El verano se escapa! ¡El verano se escapa!
Los graznidos del insoportable Cebollita alertaron a la banda. Había amanecido al fin. El sol estaba dando batalla, ardía como el infierno. Las paredes transpiraban, la gente se derretía. El diablillo corría sin calzoncillos, dejando tras sus pasos pregones inolvidables. Saltamos de la cama y nos pusimos las sandalias al oír la señal. Nuestros padres habían cuestionado nuestras andanzas desde que las vacaciones habían comenzado. Sin embargo, aquel día comprendieron la importancia de la fecha y dejaron que saliéramos sin ofrecer explicaciones.
¡El verano se escapa y Toto lo va a chapar! ¡Toto lo va a chapar!
Nos unimos al coro de Cebollita. Dejamos de correr y comenzamos a marchar en dirección a la última casa de la calle. Hacia la última chance de convertirnos en leyendas.
¡Toto lo va a chapar!
Repetimos con vitoreo y silbidos.
¡Toto lo va a chapar!
Y Toto, que era el más gordo y alto del grupo, nos reveló la nave que había estado fabricando en su patio con tantísimo empeño, con verdadera ilusión. Una balsa artesanal: dos barriles de agua, fornidos como él, que ligó con maderas y cuerdas. Cargamos el bote sobre nuestras cabezas, mismo santo, y descendimos hacia la playita sin bromear ni soltar risas. Era un acto solemne. La cosa iba viento en popa, la marea había retirado las piedrecillas y nada más dejó la arena suavecita. Pocho y su cuadrilla no habían llegado aún. Y las gaviotas, sorprendidas, echaban vuelo a medida que nos acercábamos.
¡Hombre herido! ¡Tenemos un herido!
Gritó Cebollita de improviso. Pejerrey se derrumbó sobre la arena, apretándose el pie derecho con ambas manos. Un pedazo de vidrio se le había incrustado en la planta. De inmediato dos miembros del grupo corrieron con el alma hacia la Botica Liu. Volvieron con dos curitas, cubrieron la herida, pero Pejerrey se echó para atrás. Renunció mientras cojeaba hacia la arena seca. No podíamos quedarnos y hacerle compañía. Teníamos que seguir adelante y completar la misión.
Serviste bien, marino.
Toto y Leche de Tigre arrojaron la balsa al mar. Flotaba. Le advertimos a Cebollita que no nos siguiera. Esta vez no entraríamos hasta la cintura, nos sumergiríamos hasta el cuello. Cebollita no pasaba de la rodilla. Le dijimos que se divertiría más con los otros niños en el Pocito de Lechuga. Ese lugar era igual que una piscina. Pero Cebollita, fiel al capitán, aseguró que no abandonaría el barco. Tomó asiento junto a Pejerrey y ambos contemplaron nuestra partida.
Toto, Llantita, Leche de Tigre y yo nos apoyamos de un extremo de la balsa e ingresamos dando brincos. La arena desapareció bajo el agua y empezamos a batir los pies. Cuando me di cuenta, ya no podía distinguir la cara de Cebollita ni de Pejerrey. Se hacían pequeñitos con los minutos. Nos alejamos harto, pero Toto decía que todavía faltaba más. Me entraron ganas de volver. Llantita parecía desear lo mismo, pero no dijimos nada. Queríamos saber quién se iba a echar para atrás primero. Toto y Leche de Tigre eran los más entusiastas. Tenían la vista fija hacia adelante y no les interesaba mirar hacia atrás. Para mi alivio, ya que no deseaba que mi chapa fuese cambiada a Cobarde Corvina, Llantita dijo que estaba cansado. Yo apresuré a decir lo mismo y acordamos volver apoyados. Nadamos hombro con hombro hasta la orilla. Toto dijo que nos largáramos si queríamos, le daba igual. Leche de Tigre, que ansiaba ser el próximo Amaro Caballero de la natación local, dijo que estábamos a tiempo de regresar. El agua parecía chicha. Volvimos, nos llevó un buen rato. Caímos rendidos junto al resto de la banda que había fallado durante la captura.
¿Captura? Desde donde estábamos, lo único que podíamos concluir de esta aventura era que Toto y Leche de Tigre se querían alejar lo más posible de nosotros. De las casas, de las lomas y sus seres vivos. Ilo, arriba y abajo. En el mar todo se veía distinto. Los que estaban allá querían estar aquí, y los que estaban aquí querían estar allá. De repente, ya no me dio tantas ganas de seguir tendido en la arenilla. Entré de nuevo, pero hasta la cintura. Quería demostrarle a ese par de temerarios que podía intentarlo una vez más. Pero Toto y Leche de Tigre estaban muy lejos para alcanzarlos a nado limpio.
En realidad, se habían alejado tanto que sus cabezas parecían dos puntitos que flotaban junto a un punto más grande. Un tiempo después, uno de esos puntitos se apartó del punto mayor y empezó a crecer a medida que se acercaba. Era Leche de Tigre. Cuando estuvo lo suficientemente cerca de la orilla, comenzó a gritar:
¡Toto enloqueció! ¡No quiere volver!
De inmediato Cebollita empezó a desfilar calle arriba, aullando:
¡Toto se volvió loco, no quiere volver! ¡Toto no quiere volver!
Su boletín de último minuto sacó a los grandes de sus moradas. Entre ellos estaba el papá de Toto. Su viejo era enorme, pesado, pegalón. Ahuyentó a Cebollita de un bramido y mandó a traer a su compadre, el buzo, con su mujer. Un grupo de furiosos adultos se reunió en la playita a contemplar el rescate. Mi madre me jaló de la patilla cuando la mamá de Toto nos culpó de incitarlo a arriesgar su vida. A Cebollita lo agarraron con chicote. Pejerrey, con el pie herido, despareció antes de que alguien pudiera pronunciar su nombre.
Enrique Becerra, que arponeaba meros, pejeperros y lenguados al norte de la ciudad, entró batiendo dos enormes brazos. Consiguió alcanzar a Toto antes de que la balsa se desviara a la playa Diablo, allí las olas rompían furiosas.
Los puntitos comenzaron a crecer, las caras comenzaron a distinguirse. Ya sabíamos quién era quién. La madre de Toto corrió por su hijo, pero no lo abrazó. Se puso delante para que su padre no lo reventara a correazos ahí mismo, en la orilla.
Mi mamá me llevó a casa. Era la hora de la merienda, y yo repetía con gusto el picante de atún. Aunque los vecinos volvieron a sus hogares convencidos de que solo era una travesura inocente, igualito le cayó su buena a Toto. Alcancé a oír la bronca de sus viejos y los coletazos de correa desde mi ventana. Pero Toto no lloró ni llorará nunca.
La cuadrilla se reunió de noche a escondidas. Teníamos otra misión. La balsa se encontraba encallada entre los peñascos del Diablo. Fuimos a rescatarla. Después de tantos intentos y tantos fracasos, había algo real esperándonos en el agua. Dos bidones unidos por cuerdas y maderas. Un poco de aquellos días, otro poco de sol. Y tal como cantaba Cebollita, que nos hacía barra desde tierra firme, apuntando a la noche con la linterna de su padrastro:
¡Es lo único que nos queda! ¡Lo único que nos queda!
*Publicado originalmente en Falsos cuentos: Taca-Taca (Aletheya, 2015)
Ilustración de Jessica Pastor | @jess.pass | facebook: Jessica Pastor Illustration