UN DOMINGO CON EDITH PIAF
El domingo por la noche Candelaria, a pesar de sus reparos y temores, por fin aceptó salir a conversar conmigo. No habría alcohol de por medio, sino un delicioso emoliente tibio en un conocido café que lucía solitario, lo cual me alegró sobremanera; aunque a ella no tanto porque pensó que yo no quería que alguien nos viera.
—¿De quién te escondes? —preguntó algo inquieta.
—De nadie —le respondí sin dudarlo.
Me citó a las ocho sabiendo que soy fiel seguidor de la serie Juego de Tronos, quizá para probarme. Quería saberlo. ¿Sería bueno preguntárselo? En realidad, deseaba conocer muchas cosas de esa chica delgada, atractiva y tímida a la que (desde el primer instante en que la vi bajar del taxi) me provocaba abrazar hasta sentir el latido de su corazón. Sí, quería sentir su corazón para saber si estaba a la altura de las circunstancias.
—Ya sabes que no soy una fan —me advirtió con cierta malicia—, así que conmigo no va el floreo. Quiero que seas transparente para conocerte de verdad.
—Yo no tengo fans, así que esto lo debo aclarar antes de que empecemos a conversar.
—No te creo.
—¿Por qué?
—Tú escribes y la gente que escribe tiene seguidores y sobre todo seguidoras.
—Yo sólo quiero seguirte a ti, Candelaria —le dije pero sin sentir que exageraba.
—Dime Candy nomás.
—Está bien.
—¿Te molestó que me tardara?
—Sólo fueron ocho minutos.
—Veo que los contaste muy bien.
—Presto siempre atención a los detalles… siempre es así, Candy.
—Te prometo que no volverá a pasar.
Quería decirle que todo lo que toco se rompe. Decirle que me gustaba mucho.
Que no me importaba que leyera poco porque le prestaría mis libros. Que con ella todo sería distinto. Pensé tantas cosas mientras ella bebía su emoliente que ni noté la presencia de quien menos debía ver en ese momento.
—¿La conoces? —preguntó Candelaria bajando la voz.
—¿A quién?
—A la chica de allá, la que está parada frente a la caja. Te vio y se puso como nerviosa.
Sí, era Micaela y no pensaba quedarse. Pero tuvo el suficiente coraje como para hacer un pedido para llevar. ¿Sería el chocolate caliente que tanto le gustaba? ¿O alguna torta?
—¿La conoces o no? —insistió Candelaria—. Respóndeme, por favor.
—Claro que la conozco —le dije mirándola a los ojos—. Es Micaela.
—¿Micaela? ¿Tu ex?
—Sí, ella es mi pasado. Y lo pasado está pisado.
—¿No vas a ir a saludarla?
—No. ¿Para qué? Lo único que quiero es hablar contigo. Olvídate de ella y
cuéntame si te gustó la película sobre Edith Piaf que te recomendé.
—Sí, es hermosa.
—Como tú, Candy.
—Déjame terminar, Orlando: es hermosa y desgarradora. El final es tristísimo,
hasta me hizo llorar.
—El final de todos siempre será tristísimo.
—Como el tuyo y el de Micaela. No te atreves ni a saludarla. No me gusta eso.
—¿Quieres que la salude? Puedo hacerlo, pero sólo por ti.
—Pues, hazlo de una vez que ya se va a ir.
Me puse de pie y traté de no pensar para evitar el arribo de la ansiedad y sobre
todo de los recuerdos. Caminé deprisa hasta la caja y quise retroceder el tiempo. Cerrar los ojos y volver al año 2009: cuando me había ganado la beca para escritores en Estados Unidos y ella me decía que por mí podría cruzar con los coyotes la frontera por México. Nos encontraríamos en El Paso, Texas. Y nadie nos volvería a separar. Siempre estaríamos juntos.
—Hola, Micaela —le dije—. ¿Cómo estás?
—¡Orlando! —exclamó—. Ya estoy de salida, así que no pienso echar a perder
tu cita.
—¿Cita? Ella es mi novia —le dije sin que me temblara la voz y sus ojos se hicieron más grandes—. Me voy a casar con ella.
—Pues, espero que les vaya bien. Intenta no hacerla mierda como a mí.
—No, Micaela, esta vez no. ¿Tú cómo estás?
—¿Quieres saberlo?
—Claro.
—Me separé. Las cosas no funcionaron. Las cosas nunca funcionan. Estoy cansada de intentarlo.
—Yo también —le confesé antes de darle un beso en la mejilla—. Sabes que nunca te voy a olvidar.
—Yo tampoco, Landito. No podría.
Sólo ella me llamaba así. Landito. Volví a la mesa y fingí que todo estaba bien. Candelaria se dio cuenta de todo.
—No la has superado. Lo siento.
—Yo lo siento más que tú.
—¿Quieres que me vaya?
—No. Sólo quiero pedirte un favor: ¿me puedes decir Landito?
Cuando los emolientes se acabaron ella me siguió llamando Orlando y yo (que la volví a llamar Candelaria en vez de Candy) me devanaba los sesos pensando en el divorcio de Micaela. ¿Sería posible o se trataba de una malvada mentira? Tendría que averiguarlo apenas me deshiciera de Candelaria, pues ya no me interesaba abrazarla ni mucho menos sentir el latido de su corazón. «No estás a la altura», pensé cuando despedí de ella y asomó la imagen de Edith Piaf.

Cuento inédito de Orlando Mazeyra Guillén, de próxima publicación.