Némesis desatada
—Un ser vivo cumple ciertos requisitos como ser capaz de nutrirse, relacionarse con el medio en el que se vive y reproducirse. Una planta se nutre, se relaciona y se reproduce. Una roca no es capaz de realizar ninguna de estas tres funciones. Por ello no vive. Un virus no cumple con esos requisitos por eso se define que existe pero no tiene vida como la conocemos —explicó la mujer.
—Entonces, ¿Cómo se mata a un virus?
—No matas algo que no está “vivo”. Los virus no se nutren, ni se relacionan. Para hacerse copias de ellos mismos necesitan, de forma obligatoria, la intervención de una célula. Por ello, los virus no son seres vivos, ¿Entiendes?
—Sí, ya, ya entendí —respondió el muchacho, mientras trataba de mirar las piernas de la atractiva científica. Hoy era su primer día de asistente en su laboratorio.
—Bueno, ¿Cómo matar a los virus? Pues, verás la estructura de un virus es simple una molécula con información genética, una cápsula de proteínas, algunos tienen una envoltura por encima de la cápsula, dura e impenetrable. Para destruirlos no se puede utilizar antibióticos, esos fármacos matan bacterias. Sólo el sistema inmunológico puede luchar contra ellos. Por eso nos vacunamos.
La bella mujer hizo un espacio en su disertación para tomar algo, mientras se sentaba cerca de la ventana, justo en un buen lugar para que la tenue luz bloqueada por las cortinas pudiera barrerla con un halo naranja.
—Son tan maravillosos a pesar de su peligrosidad. Fascinantes. Si alguien consiguiera replicar su funcionamiento perfecto sería el mayor de los logros biotecnológicos del milenio. No es lejano hacerlo, sería un éxito para el que lograra o para LA que lo lograra, claro si dejara este mundo de ser machista y preferir a los varones para que ganen los premios científicos y no las mujeres.
El muchacho había perdido minutos antes el interés en las piernas de la guapa científica, el discurso lo aburrió. Ella se detuvo y sorbió otra vez el líquido oro con olor a madera.
—Bien, no más charla. Ahora ve por favor a dejar mi encargo, asegúrate que la persona que lo reciba sea la misma que va en el paquete.
El muchacho se marchó atravesando el laboratorio. La científica lo miraba de reojo, observando su bien formado cuerpo. Volvió la mirada hacia la ventana y el pequeño espacio que le dejaba las cortinas para mirar hacia la calle. Saboreó la bebida.
Cuando observó al muchacho tomar la ruta correcta bajó la mano derecha para acariciarse un muslo, sintió lo firme que estaba. Se fastidió, buscó su laptop. Al abrirla un punto celeste aparecía en un laberinto para seguir al ayudante en su entrega. Se sirvió una larga catarata de licor, esta vez sin agua.
Fue una de las primeras de su generación y becada para estudiar en diferentes laboratorios. Cuando teorizó en artículos sobre la posibilidad de usar los virus como reprogramadores biológicos, no la tomaron en serio. Buscaba la razón para ese rechazo. Lo intentó varias veces, también buscando financiamiento, pero su aspecto en ese entonces la limitaba. Su origen latino, sus pequeñas y poco agraciadas formas, su retraída manera de hablar. Cada rechazo incrementó su ostracismo. Para trabajar consiguió diversas labores menos vinculadas a la investigación que le daban acceso a virus y tecnología, profundizando de ese modo sus teorías en el laboratorio de su departamento.
Al lado de la computadora un escrito resumía el trabajo logrado en esos años.
“Se puede replicar la potenciabilidad de los virus mediante la creación de nanoboots que tuvieran la información de un virus en particular y se inserten en células vivas. Dentro estará el material genético para que transforme la célula en un agente biológico. Se le dotaría de la capacidad de usar el material de las células huésped para recrear réplicas de sí mismo en otras células. El problema sería el equipo de nanoconstrucción para trabajar a niveles moleculares ese tipo de micromáquinas. En las pruebas adjuntas demuestro las fases logradas hasta conseguir los nanovirus modificados. Tres generaciones de estos en óptimas condiciones y conservados en frío demuestra mí el éxito”.
Esa sería su herencia, pero, cuando logró que las micromáquinas funcionaran, en vez de usarlas para combatir a otros virus y acabar con las enfermedades más mortíferas o inventar armas biológicas, las usó para modificaciones corporales. En ella.
No fue difícil. Una vez integrado el nanoprocesador dentro de cada virus, el poder modificar a voluntad algunos aspectos orgánicos, como el destruir células de grasa en algunas partes, duplicar células en otras, aumentando lugares, formándolos y alisando, fue posible y aplicado. Sin embargo, el cambio corporal no incidió en la personalidad. Al principio tuvo acercamientos con varios hombres, disfrutó de su atención. Pero estos se iban luego de una noche o máximo dos salidas. De nada servían los nanoprocesadores, los hombres se marchaban. Todo pareció cambiar con su último galán, estuvo con ella más de tres meses, era científico como ella, la llenaba de halagos y mimos, a veces no contestaba el celular y poco a poco, la iba despojando de dinero o pertenencias. La publicación de su artículo científico la hizo recapacitar. La inteligencia primó en ella y dedujo con dolor que era instrumentalizada, usada, no solo su cuerpo sino también lo único que era superior en ella, su investigación.
La lucecita se acercaba a un punto rojo, destino final del paquete.
Luchó con ella misma los días previos. Su ética como científica sabía la potencialidad de sus creaciones para modificar de manera favorable la estética, pero también para curar el cáncer, el VIH inclusive, porque los mismos virus podrían, programándolos, ser agentes destructores de otros virus. Este descubrimiento la ayudaría a mejorar todo a su alrededor, desde las producciones agrícolas hasta la limpieza de los océanos. Salvaría a la raza humana y cerraría de manera poética la puerta de la destrucción. Las posibilidades de hacer el bien eran absolutas.
Se tiró los rizos. Trataba de encontrar una respuesta, algo lógico. Probó con intervenir el cerebro con sus nanomáquinas, pero sabía que no tenía forma de llegar a tal avance, demoraría años para encontrar la forma de apagar, si existía, el lugar donde se originaba ese algo que la acompañaba desde que despertaba y no finalizaba ni siquiera en el sueño. Pequeños charcos de lágrimas se forman en la mesa de trabajo. Dejó caer el vaso de cristal.
Al calor de los sentimientos, impregnó con los nanoprocesadores las ropas y enseres de aquel desgraciado. Los metió en el paquete viajero y allí estaba, casi por llegar. Pero ¿cómo lograría afectar a un solo individuo con el virus y evitar que se propague? Se valió del código del ADN del miserable como identificador genético.
Una pequeña alarma se encendió, indicando que el paquete fue abierto y liberado el virus. Una variante agresiva de la influenza estaba lista para activarse. En una ventana de seguridad apareció la frase: “¿Ejecutar programa Némesis?”. Colocó esa opción para retirar el identificador genético y desatar el virus para que ataque a todos sin distinción. Se quedó allí, ebria, sin decidir marcar sí o no.
Némesis desatada es parte del libro “El ekeko y los deseos imposibles” de Sarko Medina – 2019 (Editorial Aletheya)