Hambre
Yero Chuquicaña Saldaña, Ilo (1990)
La voz de Perico Peralta bisbiseaba en la habitación con el enorme póster de Killer Klowns From Outer Space sobre la cabecera de la cama. Había algunos afiches más en su lengua materna recargando las paredes y muebles de la pieza, entre ellos de Bad Taste, Ghoulies y Trolls 2, pero más pequeños y menos espectaculares que el gigante. El lugar con los carteles y el ropero austral de tres puertas no era de Perico, sino de Michel Meneses, una flaca de Medicina que una amiga en común de ambos, Cindy Calienes, le había presentado hacía exactamente treinta días. Se conocieron en la fiesta de los veintidós años de Cindy. Al principio no hubo química de ningún tipo, del saludo y el breve intercambio de palabras sobre conocidos y carreras profesionales no se abrió paso a nada. Pero en cuanto Michel escuchó a Perico tocar la guitarra en medio de la juerga, mientras la jarra de ron con Coca-Cola pasaba de mano en mano, cambió de parecer. Además, el muchacho cantaba y era gracioso. Los ojos de todo el mundo en esa fiesta se posaron sobre Perico y su improbable talento musical. Michel pensó entonces que también podía prestarle un poco de atención, incluso divertirse con él. Se guardaron en el teléfono y prometieron timbrarse en la brevedad. Salieron al centro comercial, visitaron la tienda de discos y artículos de mesa y comieron en el McDonald’s del patio de comidas. Comenzaron a verse con frecuencia y a depender el uno del otro a través de las burbujas de chat. Ya saben, lo normal.
—Lleva ahí más de media hora, ya te lo dije. ¿Qué dices? ¡No!, no voy a forzar la puerta para ver si huyó por la ventana…
Aquella noche las muestras de afecto de la pareja habían desembocado en un carril de lujuria por primera vez en treinta días. Y Michel –con toda su efervescencia desprendiéndose por cada uno de sus poros– había aceptado hacerle un oral a Perico. Pero empezó a toser aparatosamente por la sensación de ahogo luego de un atasco. La muchacha se cubrió la boca, salió corriendo al baño del pasillo y golpeó el seguro del pomo con un dedo. Le avisó al galán desconcertado al otro lado de la puerta que todo estaba bien, que solo había sentido arcadas por la rapidez con la que había succionado el falo. Estaba un poco apenada y su voz denotaba cierto grado de abatimiento y deseos de estar a solas. Perico se levantó el pantalón y espero pacientemente sobre la cama mientras le echaba un vistazo a la decoración del cuarto. Los afiches no habían sido ninguna sorpresa para él. Michel le había platicado en numerosas ocasiones sobre su afición por las películas ochenteras de terror, los efectos prácticos y las malas actuaciones. Basket Case, Toxic Avenger y Shocker. Tenía incluso una pequeña colección de discos en alta definición con sus títulos favoritos. Además, no era la primera vez de Perico en aquella habitación. Habían pasado varias noches revisando algunos de esos clásicos con un bol de palomitas y las manos cruzadas.
Michel vivía sola desde que había cumplido la mayoría de edad y mantenía la segunda planta de ese departamentito, que sus padres le habían cedido de adelanto de su herencia familiar, como su santuario personal en la calle Beaterio. Ella en Medicina y con una casona de antaño; él en la Baca Flor y alquilando una ratonera mientras estudiaba. Un provinciano decidido, en todo caso. De modo que estar dentro del espacio íntimo de Michel significaba mucho para Perico. Era como abrir la boca de su anfitriona y echar un vistazo hacia el interior.
—¿Vas a seguir burlándote o vas a ayudarme? No sé qué carajos hacer ni qué decirle.
Perico tenía a Cindy en el teléfono. Fue la primera persona en la que pensó cuando esos treinta desesperantes minutos comenzaron a impacientarlo. Para Cindy parecía evidente que Michel estaba teniendo un episodio de desconexión total del mundo a causa de un suceso dramático reciente, ya saben, lo normal. Solo necesitaba algo de tiempo para recomponerse. Perico no ahondó en detalles, pero fue muy puntual al momento de explicarle a Cindy que habían estado jugando al karaoke, antes de que Michel se encerrara. A la endodoncia. Además, Michel y Cindy se conocían de toda la vida, desde el colegio Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús. Si alguien podía darle una mano en ese momento de creciente incertidumbre, era la persona que los había juntado.
—Ahora ve y tócale la puerta —le apresuró Cindy del otro lado del auricular—. Pregúntale cómo está, si necesita algo, si quiere que te vayas, no sé. ¿Dónde están tus modales, estúpido?
—Está bien, está bien, estúpida. Pero todavía no cuelgues, aguanta.
Perico se detuvo frente al baño y pegó una oreja a la puerta, mientras mantenía el móvil junto al otro pabellón auditivo. Tocó el panel de madera hasta en seis oportunidades y elevó un poco su tono de voz cuando formuló las preguntas que Cindy le había recomendado que hiciera. Pero no hubo respuesta de ningún tipo. De hecho, el silencio dentro del baño parecía absoluto. Perico diría que hasta lúgubre. Volvió a tocar y, ante el peor de los escenarios imaginados, se dispuso a girar la perilla, pero esta no cedió.
—Cindy, creo que le ha pasado algo —dijo el muchacho ya sin bisbisear.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Que le pasó algo, no responde y no escucho nada del otro lado —forcejeó el tirador para zafarlo de alguna manera, pero la cosa estaba asegurada desde adentro—. ¿Michel? ¡Abre, por favor! ¡Soy yo! ¡Michel!
Inspeccionó el contorno del marco y no encontró ningún hilo por donde se filtrase la luz del interior. Además, era una puerta de una sola pieza y sin ventanas. Se arrodilló para entrever algo desde la fisura del piso y la madera, pero sus ojos no llegaron a alcanzar nada. En cambio, notó un rastro de migajas de pan que nacía de la raja de la puerta, atravesaba el pasillo y se metía en la habitación de Michel. Era un rastro tan inapreciable que uno habría tenido que pegar los ojos al suelo para darse cuenta, sumándole la desventaja del color de las mayólicas. Tampoco parecían de pan. Perico tomó una pizca con los dedos y la inspeccionó mientras seguía llamando a la puerta. La aplastó entre dos yemas y, de inmediato, el ápice recuperó su forma original de diminuta coliflor.
—¿Qué está pasando ahí? ¡Háblame! —estalló Cindy.
—Espera, dame un toque…
Volvió al cuarto, donde los afiches de películas tan malas que eran consideradas buenas lo esperaban. Street Trash, Nekromantik y The Hunger. El rastro terminaba frente al ropero austral de tres puertas. Perico tuvo una corazonada y abrió el último cajón de golpe, mientras Cindy –del otro lado– le reventaba el oído. Dentro, como si no hubiera habido verdadera intención de esconderla, había una plancha de espuma doblada a la que le habían dado varios mordiscos y picotazos con los dedos en cada uno de sus cantos. Parecía una enorme galleta verde y esponjosa sin forma.
—Alguien estuvo comiéndose una… una plancha de espuma. No entiendo… ¿Tú sabes qué es esto…?
Cindy intentó calmar los ánimos por teléfono, pero fue en vano. Perico siguió yendo y viniendo por el pasillo y la habitación, mientras la voz al otro lado del aparato le pedía que se relajara y entendiera que no era su culpa. Le rogaba que fuera tolerante. No era sencillo entender lo que Michel debía hacer para calmar ese bichito que desde las entrañas le exigía comer cosas raras. Era una historia larga, pero se la resumió en un par de minutos. Cindy conocía a Michel desde la primaria y fue allí que descubrió su extraño gusto culinario. Michel comenzó comiendo puñaditos de tierra y polvo en los recesos, luego continuó con cabellos y bolas de pelusa en quinto de primaria. Su menú fue ampliándose a medida que crecía y, de la arcilla y las piedritas, pasó a los cordones de zapatos, el papel de cuaderno y los borradores. Sin embargo, el verdadero boom estalló al comienzo de su vida universitaria, cuando las planchas de espuma de poliéter llegaron a su vida en la forma de una manopla para horno. Ese día, se le abrieron los ojos y –si están de acuerdo conmigo– las fauces.
Michel ocultaba láminas listas de ese suculento bocadillo para cualquier ocasión en diferentes partes de su casa: en el ropero, bajo la cama, en el baño, sobre la despensa… En realidad, no escondía la espuma de nadie. Entre sus paredes, era ella misma sin contenedores ni cerraduras. De modo que cualquiera con dos ojos se habría dado cuenta del poliéter repartido en cada rincón de la residencia.
Por supuesto, ese apetito por lo extraño hubiera generado todo tipo de burlas e insultos contra Michel si alguien se hubiera enterado en aquellos años cruciales. Cindy le había guardado el secreto desde el primer día que la descubrió en el colegio. Además, le había ayudado a manejar ese asunto con cuidado, para que nadie más, a excepción de ella, tuviera que enterarse de sus debilidades. Era un favor de esclavas. Y estaba dispuesta a seguir haciéndolo hasta que Michel encontrara a alguien que la aceptara como era, que pudiera entender la paz y tranquilidad que solo la espuma de poliéter podía darle en los momentos más difíciles y delicados de su vida.
—Pero ¿por qué ella no me lo dijo antes? —preguntó Perico, soltando un largo suspiro mientras se dejaba caer en la cama otra vez.
—Porque aún eres nuevo para Michel —contestó Cindy—. Recién llevan juntos un mes, dale tiempo. Es una chica increíble, no la cagues.
La puerta del baño se abrió unos minutos después. Cindy le deseó suerte y le cortó la llamada casi a la par.
Perico se acercó al baño con un discurso de aceptación en mente.
—Michel, Cindy ya me contó lo de la espuma. No hay paltas. De verdad, no tienes por qué sentirte mal. Si te sirve de algo, incluso podría probar un poco conti…
La puerta estaba entreabierta y el interior a oscuras. Perico no podía ver nada en el espacio que tenía a su alcance, pero sí que oyó los rugidos. Entonces, los colmillos se asomaron raudamente desde lo más profundo del cuarto. Los había visto, largos y chorreantes de saliva, monstruosos como en las películas. No estaba alucinando, eran reales como las malas decisiones. Cerró la puerta justo a tiempo, pero la cosa que chillaba adentro ya estaba tratando de tumbársela. Ahora era Perico quien se aferraba al pomo de la puerta con todo su peso para que la fiera no escapase. Para que no reanudaran lo que habían empezado hace media hora. Ya saben, lo normal.
*Publicado originalmente en Peruanos de segunda mano (Aletheya, 2019)
Ilustración de Grettel Montesinos | @cartelvania